Confesión de Fe Hispana 2025

Introducción Pastoral a la Confesión de Fe Hispana 2025

Amada Iglesia de Cristo:

Nos reunimos como pueblo del Reino de Dios, no sobre la base de opiniones humanas, ni sobre sentimientos cambiantes, sino sobre la Roca firme de la Palabra del Señor. En un tiempo de confusión doctrinal, relativismo moral y fragmentación cultural, el pueblo de Dios necesita hablar con una voz clara, unida y fiel.

Esta Confesión de Fe Hispana ha sido elaborada para proclamar con convicción bíblica y con herencia confesional lo que creemos, enseñamos y practicamos como discípulos de Jesucristo. Está arraigada en los credos históricos (el de los Apóstoles, Nicea, Atanasio y Calcedonia), afirmada por la teología reformada, y expresada en un lenguaje contextualizado para nuestra comunidad hispana contemporánea.

No es Palabra de Dios, pero sí testimonio fiel de la Palabra. No pretende reemplazar la Escritura, sino confesar su verdad con claridad, para instruir a los creyentes, discipular a las familias, fortalecer a la Iglesia y resistir las mentiras del mundo.

Al confesarla juntos:

  • Glorificamos a Dios, fuente de toda verdad.

  • Proclamamos el señorío de Cristo, Rey de toda esfera.

  • Nos unimos con la Iglesia de todos los tiempos y lugares, que ha sostenido la buena confesión de la fe.

  • Testificamos públicamente quiénes somos, en qué creemos, y hacia dónde caminamos, como cuerpo redimido del Señor.

Sugerencias de Uso Comunitario

  • Catequesis: Lectura semanal por artículos, con enseñanza expositiva en clases para jóvenes, adultos y familias.

  • Culto: Lectura congregacional regular (semanal o mensual) como parte de la liturgia de adoración.

  • Inicio de reuniones de líderes y pastores: Usar como recordatorio de unidad doctrinal.

  • Enseñanza de nuevos creyentes y membresía: Introducción doctrinal básica con fundamento histórico y bíblico.

  • Evangelismo confesional: Proclamar al mundo no solo un mensaje, sino una visión coherente del Reino de Dios.


Confesión de Fe Hispana

I. Doctrinas sobre la Revelación de Dios (Escrituralismo).

Artículo 1 – Del solo Dios verdadero

Creemos con todo nuestro corazón y confesamos con nuestra boca que hay un solo Dios único, eterno e infinito, espíritu puro e indivisible (Deut. 6:4; Juan 4:24), que subsiste en tres personas distintas pero inseparables: Padre, Hijo y Espíritu Santo (Mateo 28:19; 2 Cor. 13:14). Este Dios es Creador, Sustentador, Redentor y Rey soberano sobre toda la creación, visible e invisible (Gén. 1:1; Sal. 103:19; Col. 1:16-17).

Este Dios es Luz, y en Él no hay ninguna tiniebla (1 Juan 1:5); es infinitamente sabio, justo, bueno, santo y fiel. Es el único digno de adoración, confianza, obediencia y amor con toda el alma y todas las fuerzas (Deut. 6:5; Apoc. 4:11).

En su consejo eterno e inmutable, ha ordenado todas las cosas conforme al designio de su voluntad, para la gloria de su Nombre (Efes. 1:11-12). Nada escapa a su conocimiento ni a su gobierno, y todo cuanto acontece coopera para el cumplimiento de sus propósitos soberanos y santos (Rom. 11:36; Sal. 115:3).

Este Dios, que habló por medio de los profetas y se reveló en las Escrituras, se dio a conocer plenamente en la encarnación de su Hijo Jesucristo, nuestro Señor (Heb. 1:1-3; Juan 1:18). Por tanto, no buscamos a Dios fuera de Cristo ni fuera de su Palabra, pues fuera de Él solo hay tinieblas, idolatría y confusión (Juan 14:6; 2 Cor. 4:6).

Este Dios vive y reina por los siglos de los siglos, y su Reino no tendrá fin. Nos ha llamado como pueblo suyo, redimido por la sangre del Cordero, para vivir en obediencia, anunciar su gloria entre las naciones y esperar la manifestación gloriosa de su Reino en la tierra como en el cielo (Éx. 19:5-6; Apoc. 1:6; Mateo 6:10).

Artículo 2 – De cómo Dios se nos da a conocer

Confesamos que el Dios verdadero y viviente no ha permanecido oculto ni lejano, sino que se ha revelado voluntaria, clara y fielmente para que el ser humano le conozca, le adore y le sirva conforme a la verdad (Sal. 19:1-2; Rom. 1:19-20).

Primeramente, se ha dado a conocer mediante la creación, conservación y gobierno de todas las cosas. El universo, con su orden, belleza, poder y continuidad, proclama que hay un Dios eterno, sabio, bueno y todopoderoso (Sal. 104:24; Isa. 40:26). Los cielos cuentan la gloria de Dios y la tierra entera da testimonio de su presencia (Sal. 19:1; Hch. 14:17). Esta revelación general, aunque suficiente para dejar al hombre sin excusa, no puede conducir al conocimiento salvador de Dios ni de su voluntad redentora en Cristo (Rom. 1:20-23; 1 Cor. 1:21).

Por eso, en su gracia y misericordia, Dios ha hablado de manera más clara y suficiente por medio de su Palabra escrita, las Santas Escrituras, que son la revelación especial y suprema del Dios Trino (2 Tim. 3:15-17; Heb. 1:1-2). Por ellas conocemos lo que el ser humano caído no puede descubrir por sí mismo: el camino de la salvación, el carácter santo de Dios, y su propósito eterno en Cristo para redimir y restaurar todas las cosas (Juan 5:39; Luc. 24:27).

Las Sagradas Escrituras son nuestra regla única, suficiente e infalible de fe y práctica, y deben ser creídas no porque la Iglesia las acepta, sino porque Dios mismo es su autor, hablándonos por medio de ellas como Padre a sus hijos (2 Pedro 1:19-21; Juan 10:27).

En esta era de confusión espiritual y relativismo, afirmamos con humildad y firmeza que el Dios que creó los cielos y la tierra, que redimió a su pueblo en Cristo, y que guía a su Iglesia por su Espíritu, es el Dios que ha hablado. Y nos ha hablado por medio de la Palabra viva y escrita, para que como comunidad hispana del Reino, lo conozcamos, lo obedezcamos y lo demos a conocer entre todas las naciones (Mat. 28:18-20; Col. 3:16).

Artículo 3 – Del origen y autoridad de las Sagradas Escrituras

Creemos que la Palabra de Dios escrita no es invención humana, ni tradición religiosa desarrollada por sabios o comunidades, sino que procede directamente de Dios. El Dios vivo y verdadero, quien habló en muchos tiempos y de muchas maneras por medio de profetas y apóstoles, ha querido que su revelación sea preservada fielmente por escrito, para guía de su pueblo en todas las generaciones (2 Tim. 3:16; Heb. 1:1-2; Éx. 24:4; Deut. 31:24-26).

Confesamos que las Sagradas Escrituras tienen su origen en el soplo mismo del Espíritu Santo, quien inspiró a hombres santos para escribir, no según su imaginación o cultura, sino conforme a la voluntad de Dios. Por tanto, la Biblia es autoritativa, suficiente, infalible e inerrante en todo lo que enseña (2 Pedro 1:21; Mat. 5:18).

La Escritura es la voz de nuestro Rey y Pastor, Jesucristo, hablándonos con poder y verdad por medio del Espíritu. En ella, el pueblo redimido encuentra luz para el camino, espada para la batalla, alimento para el alma, y dirección segura en medio de la oscuridad (Sal. 119:105; Efes. 6:17; Mat. 4:4).

Rechazamos toda autoridad que pretenda igualarse o imponerse sobre la Palabra escrita, sea la tradición de los hombres, las visiones privadas, las emociones personales o los dictámenes de concilios que se aparten de su enseñanza clara (Mar. 7:7-9; Gál. 1:8). Sólo la Escritura tiene autoridad normativa y final sobre nuestra fe, nuestra vida, y la misión de la Iglesia.

Así como en tiempos pasados los profetas hablaban con un claro “Así dice el Señor”, hoy afirmamos que la Escritura sola es la Palabra de Dios escrita, por la cual Cristo gobierna, edifica, y reforma a su Iglesia hasta que toda rodilla se doble ante Él como Rey de reyes (2 Tim. 4:2; Apoc. 19:13-16).

Artículo 4 – Del Canon Sagrado de las Escrituras

Recibimos y confesamos como divinamente inspirados y canónicos los 66 libros de la Sagrada Escritura, divididos en el Antiguo y el Nuevo Testamento. Estos libros fueron reconocidos por la Iglesia, no porque ella los haya hecho tales, sino porque han sido sellados con la autoridad del Espíritu de Dios y han dado testimonio de su inspiración divina por su doctrina, unidad, poder transformador y testimonio apostólico (Luc. 24:44; Juan 10:35; 2 Pedro 3:15-16).

Los libros del Antiguo Testamento son:

Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, Josué, Jueces, Rut, 1 Samuel, 2 Samuel, 1 Reyes, 2 Reyes, 1 Crónicas, 2 Crónicas, Esdras, Nehemías, Ester, Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantares, Isaías, Jeremías, Lamentaciones, Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Hageo, Zacarías, Malaquías.

Los libros del Nuevo Testamento son:

Mateo, Marcos, Lucas, Juan, Hechos, Romanos, 1 Corintios, 2 Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, 1 Tesalonicenses, 2 Tesalonicenses, 1 Timoteo, 2 Timoteo, Tito, Filemón, Hebreos, Santiago, 1 Pedro, 2 Pedro, 1 Juan, 2 Juan, 3 Juan, Judas, Apocalipsis.

Estos libros contienen todo lo necesario para la fe, la vida piadosa y la adoración a Dios, y no se debe añadir ni quitar nada a ellos (Deut. 4:2; Prov. 30:5-6; Apoc. 22:18-19). En ellos el creyente encuentra la revelación completa del pacto de gracia, la promesa del Mesías, su cumplimiento en Jesucristo y la esperanza del Reino eterno.

Rechazamos los libros llamados apócrifos, que aunque pueden contener valor histórico o literario, no fueron inspirados por Dios ni pertenecen al canon sagrado. No tienen autoridad alguna para fundamentar doctrina, ni pueden ser usados como norma de fe, pues carecen del testimonio profético y apostólico, y contradicen la enseñanza unificada del resto de la Escritura (Rom. 3:2; Heb. 1:1-2).

Así, la Iglesia del Señor, dispersa entre las naciones pero unida en un solo Espíritu, reconoce la voz del Buen Pastor en estos escritos y se somete con gozo a su autoridad para ser transformada, edificada y enviada en misión (Juan 10:27; Efes. 2:20; Juan 17:17-18).

Artículo 5 – De la autoridad de las Sagradas Escrituras

Creemos sin reservas que la autoridad de las Sagradas Escrituras no depende de la aprobación de ningún hombre, iglesia, ni concilio, pues su verdad proviene directamente de Dios, su Autor. Así como la luz no necesita ser defendida para brillar, la Palabra de Dios es verdadera en sí misma, porque es la voz del Dios vivo (2 Tim. 3:16; Juan 17:17; Heb. 4:12-13).

Recibimos y creemos con plena convicción todo lo contenido en las Escrituras, no por la autoridad de la Iglesia visible, aunque ella sea llamada a reconocer y custodiar fielmente la Palabra, sino porque el Espíritu Santo da testimonio a nuestros corazones que esta Palabra es de Dios, y lo demuestra por sí misma en su poder y santidad (Juan 16:13-14; 1 Cor. 2:12-14; 1 Tes. 2:13).

Reconocemos que las Escrituras contienen una majestad divina, una armonía interna, y una eficacia espiritual tal, que no puede proceder de origen humano. Por medio de ellas, el pecador es confrontado, el corazón endurecido es quebrantado, el creyente es consolado y el pueblo de Dios es reformado a la imagen de Cristo (Sal. 19:7-11; Jer. 23:29; Rom. 15:4).

Confesamos que esta certeza de fe no es el resultado de la persuasión humana, sino obra del Espíritu Santo, quien ilumina nuestro entendimiento, abre nuestros ojos, y nos convence de que lo que Dios ha dicho es verdad (1 Cor. 2:10; Luc. 24:32,45). La Escritura es, por tanto, la roca firme sobre la cual toda doctrina debe ser probada y toda vida debe ser edificada (Mat. 7:24-25; Isa. 8:20).

En un tiempo de confusión espiritual, falsos evangelios, y relativismo cultural, proclamamos con firmeza reformada e hispana que la única autoridad suprema e inapelable en la Iglesia y en toda la vida es la Sagrada Escritura, como regla de fe, vida, justicia y misión.

Artículo 6 – De la distinción entre los libros canónicos y los apócrifos

Reconocemos y afirmamos que hay una clara distinción entre los libros que componen el canon sagrado de las Escrituras, inspirados por Dios, y aquellos otros que, aunque puedan contener elementos útiles o edificantes, no poseen autoridad divina ni deben ser usados para establecer doctrina o práctica cristiana (Rom. 3:2; Heb. 1:1-2; Apoc. 22:18-19).

Los libros canónicos son los 66 libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, reconocidos universalmente por la Iglesia del Señor como la Palabra de Dios escrita. Su autoridad no proviene de la tradición, sino del hecho de haber sido inspirados por el Espíritu Santo y de su conformidad plena con la revelación de Dios en Cristo (2 Tim. 3:16-17; Juan 10:35).

En cambio, los libros comúnmente llamados “apócrifos” —tales como Tobit, Judit, Sabiduría, Eclesiástico (Sirácides), Baruc, y los libros de los Macabeos, entre otros— no fueron escritos por inspiración divina, ni fueron reconocidos por el pueblo del pacto en el Antiguo Testamento como parte del canon hebreo (Luc. 24:44; Rom. 9:4-5).

Aunque pueden leerse como testimonio histórico o literario del período intertestamentario, no deben ser considerados Palabra de Dios, ni puestos en igualdad con las Sagradas Escrituras. No contienen la claridad doctrinal, ni el carácter profético-apostólico, ni la armonía interna que identifica a los libros verdaderamente inspirados (Isa. 8:20; 1 Cor. 14:37).

Por lo tanto, la Iglesia reformada hispana reconoce los apócrifos como libros extraños al canon, útiles quizás para el análisis histórico, pero sin autoridad doctrinal, litúrgica ni normativa alguna para la vida cristiana. La Iglesia vive y se rige únicamente por la Escritura canónica, la cual es suficiente, clara y perfecta para llevarnos a la salvación y a la obediencia a Cristo, Rey de reyes (Sal. 19:7-11; 2 Tim. 3:15-17).

Artículo 7 – De la suficiencia de la Sagrada Escritura como única regla de fe

Confesamos que la Sagrada Escritura es perfectamente suficiente para enseñarnos todo lo que es necesario para conocer, amar y servir a Dios conforme a Su voluntad. En ella encontramos la revelación completa del evangelio de Jesucristo, la doctrina verdadera, la instrucción justa, y el camino de vida que conduce a la salvación y a la gloria del Reino de Dios (2 Tim. 3:16-17; Sal. 19:7-11; Rom. 15:4).

Nada debe añadirse a la Palabra escrita, ni por nuevas revelaciones del Espíritu, ni por tradiciones humanas, ni por decretos eclesiásticos o magisteriales, pues Dios ha hablado de manera suficiente y definitiva por medio de su Hijo (Heb. 1:1-2; Prov. 30:5-6; Deut. 4:2).

Todo lo que un cristiano debe creer para ser salvo, y todo lo que ha de practicar para honrar a su Señor, está claramente enseñado en las Escrituras. Por tanto, todo lo que no se conforma a esta regla debe ser rechazado, aunque venga con apariencia de sabiduría, autoridad o espiritualidad (Isa. 8:20; Gál. 1:8-9; Col. 2:8).

La Iglesia de Cristo, por tanto, está llamada a ser una comunidad formada, reformada y siempre reformándose conforme a la Palabra de Dios, no por tendencias culturales, tradiciones ancestrales ni poderes humanos. El pueblo del Reino vive bajo la autoridad del Rey, y su voz nos es dada en la Palabra escrita, que es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos (Heb. 4:12; Efes. 2:20).

En un mundo lleno de opiniones, espiritualidades huecas y autoridades cambiantes, nos mantenemos firmes sobre esta única regla infalible, confiando que el Espíritu Santo aplica la Escritura al corazón de los creyentes para transformar sus vidas, edificar la Iglesia, y extender el Reino de Cristo a todas las naciones (Juan 17:17; Mat. 28:19-20).

II. Doctrinas sobre Dios mismo (Teología propia).

Artículo 8 – De Dios Uno en Esencia y Trino en Personas

Creemos y confesamos que Dios es uno solo en esencia, eterno, incomprensible, inmutable, infinito en poder, sabiduría, santidad, justicia, bondad y verdad (Deut. 6:4; Isa. 44:6; Sal. 90:2). No hay más que un solo Dios verdadero y viviente, y fuera de Él no hay otro (Isa. 45:5-6).

Sin embargo, en esta única esencia divina, confesamos tres personas verdaderas, distintas y coeternas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Estas tres personas son un solo Dios, iguales en poder y gloria, participando de la misma sustancia divina, sin división ni confusión (Mat. 28:19; 2 Cor. 13:14; Juan 1:1-3).

Esta santa Trinidad no es una invención humana, sino una verdad revelada por Dios mismo en la historia de la redención, especialmente en la encarnación del Hijo y el envío del Espíritu Santo (Juan 14:16-17; Efes. 1:3-14). El Padre no es el Hijo, el Hijo no es el Espíritu, y el Espíritu no es el Padre; sin embargo, los tres son el mismo y único Dios, eterno e inmutable.

Esta fe trinitaria es el fundamento de toda verdadera comunión con Dios, y la base misma del evangelio de salvación, pues en el amor eterno del Padre, la obediencia perfecta del Hijo, y la presencia vivificante del Espíritu, contemplamos la gloria de nuestro Dios redentor y Rey (Efes. 2:18; Rom. 11:36; Juan 17:3).

Rechazamos toda forma de triteísmo (que divide a Dios en tres dioses), como también el modalismo (que niega la distinción personal), y cualquier enseñanza que disminuya la plena deidad de cualquiera de las tres personas. Confesamos con la Iglesia universal: “La Trinidad es una en esencia y trina en personas, sin mezclar ni dividir.” (Credo de Atanasio; Calcedonia, 451).

Así, como comunidad reformada hispana, confesamos con gozo y reverencia al Dios trino y verdadero, y vivimos para darle gloria en todas las esferas de la vida, sabiendo que de Él, por Él y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria por los siglos. Amén. (Rom. 11:36).

Artículo 9 – Del testimonio de la Sagrada Escritura sobre la Santa Trinidad

Creemos firmemente que la doctrina de la Santa Trinidad no es una especulación teológica ni una tradición eclesiástica, sino una verdad revelada por Dios mismo en la Escritura, desde el Antiguo Testamento y plenamente manifestada en el Nuevo, conforme al desarrollo progresivo del plan redentor (Gén. 1:26; Isa. 48:16; Mat. 3:16-17).

En el Antiguo Testamento, aunque la revelación era más velada, vemos insinuaciones claras del plural en Dios: cuando dice “Hagamos al hombre a nuestra imagen” (Gén. 1:26), o cuando el Señor envía al Señor (Sal. 110:1), o el Espíritu de Dios actúa como agente creador, revelador y vivificador (Gén. 1:2; Job 33:4; Isa. 63:10).

En el Nuevo Testamento, la Trinidad se revela con plena claridad, especialmente en el bautismo de Cristo (Mat. 3:16-17), en la fórmula bautismal dada por el Señor (Mat. 28:19), en la bendición apostólica (2 Cor. 13:14), y en innumerables pasajes donde el Padre envía al Hijo, el Hijo glorifica al Padre, y el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Juan 14:26; 15:26; Gál. 4:6).

La Iglesia del Señor confiesa esta fe trinitaria no como producto humano, sino porque la Palabra de Dios la enseña con claridad, y el Espíritu Santo da testimonio de ella en el corazón del creyente (1 Cor. 12:4-6; Efes. 4:4-6). Este Dios trino es el mismo que obra la creación, la redención y la consumación del Reino.

Sostenemos con todos los verdaderos creyentes de todas las épocas, conforme a los credos de Nicea, Atanasio y Calcedonia, que el Padre es Dios, el Hijo es Dios, y el Espíritu Santo es Dios, y sin embargo no son tres dioses, sino un solo Dios (Credo de Atanasio). Tal como dijo la Iglesia antigua: “El Padre no fue creado, el Hijo no fue creado, el Espíritu no fue creado, y sin embargo hay un solo no-creado.”

Por tanto, adoramos a un solo Dios en Trinidad de personas, y a la Trinidad en unidad de esencia. Esta fe es fundamento inamovible de la vida cristiana, y sin ella no hay evangelio, ni comunión verdadera con el Dios vivo, ni esperanza de vida eterna (Juan 17:3; 1 Juan 1:3).

Artículo 10 – De la deidad eterna del Hijo

Creemos y confesamos que Jesucristo es el Hijo eterno de Dios, consustancial con el Padre, verdadero Dios por naturaleza, no creado ni adoptado, sino eternamente engendrado del Padre antes de todos los siglos (Juan 1:1; Heb. 1:3; Col. 1:15-17).

No fue hecho ni comenzó a ser en el tiempo, sino que existe eternamente como el Verbo, por quien fueron creadas todas las cosas, y en quien habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad (Juan 1:3; Col. 1:16-19; Apoc. 22:13).

Este Hijo es verdadero Dios, el mismo y único Dios con el Padre y el Espíritu, digno de la misma adoración, obediencia y gloria. Es la imagen perfecta del Dios invisible, el resplandor de su gloria y la expresión exacta de su ser (Heb. 1:3; Isa. 9:6).

Rechazamos como blasfemia toda enseñanza que degrade al Hijo a una criatura, incluso a la más excelente, pues tal error niega el testimonio de la Escritura, distorsiona el evangelio y ofende la majestad del Redentor. Condenamos, por tanto, toda forma de arrianismo antiguo o moderno, que niegue la igualdad y eternidad del Hijo con el Padre (Juan 5:23; 1 Juan 2:22-23).

Confesamos con la Iglesia universal, tal como fue definido en el Concilio de Nicea (325) y afirmado en Calcedonia (451), que el Hijo es “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia que el Padre”.

Como comunidad hispana reformada, vivimos bajo el señorío del Hijo eterno, el cual no sólo es nuestro Maestro y Salvador, sino también nuestro Rey exaltado, que reina ahora a la diestra del Padre y que ha de volver con poder y gran gloria (Fil. 2:9-11; Heb. 1:8; Mat. 25:31).

Artículo 11 – De la deidad y persona del Espíritu Santo

Creemos y confesamos que el Espíritu Santo es la tercera persona de la Santa Trinidad, verdadero y eterno Dios, de una misma esencia y majestad con el Padre y con el Hijo (Hechos 5:3-4; 1 Cor. 2:10-11; 2 Cor. 3:17).

No es una fuerza impersonal ni una mera influencia celestial, sino una persona divina, que procede eternamente del Padre y del Hijo, y junto con ellos es adorado y glorificado (Juan 15:26; Gál. 4:6; Mat. 28:19).

El Espíritu es Dios, como lo prueban sus nombres, atributos, obras y adoración. Se le llama Espíritu de Dios, Espíritu de Cristo, Espíritu eterno, Espíritu de gracia y de verdad, y es quien regenera, santifica, consuela, da testimonio, distribuye dones, y mora en los creyentes como templo santo (Tit. 3:5; Rom. 8:9,14-16; 1 Cor. 12:4-11; Efes. 2:22).

Fue el Espíritu quien inspiró las Sagradas Escrituras, quien acompañó a los profetas y llenó a los apóstoles. Él es quien aplica eficazmente la obra de redención obrada por Cristo, convenciendo de pecado, trayendo fe, uniendo al creyente a Cristo, y formando la nueva humanidad del Reino (Juan 16:8-15; 1 Cor. 2:12; Efes. 1:13-14).

Rechazamos todo intento de negar la personalidad o la divinidad del Espíritu Santo, como también cualquier intento de separar la obra del Espíritu de la Palabra que Él mismo inspiró. No hay verdadero mover del Espíritu donde no se exalta a Cristo y no se glorifica al Padre (Juan 16:13-14; 1 Juan 4:2-3).

Confesamos con toda la Iglesia verdadera que el Espíritu es el don del Padre y del Hijo a su pueblo, sello del nuevo pacto, garantía de nuestra herencia, y poder para testificar del Reino en toda nación (Hechos 1:8; Efes. 1:13-14; Rom. 8:23).

Por tanto, como comunidad reformada hispana, dependemos del Espíritu para toda vida espiritual, toda obra misionera, y toda reforma verdadera, sabiendo que donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad, verdad y transformación (2 Cor. 3:17-18).

III. Doctrinas sobre la creación y el ser humano (Antropología).

Artículo 12 – De la creación de todas las cosas por Dios

Creemos que el Dios trino, eterno y todopoderoso, creó de la nada todas las cosas visibles e invisibles por su sola Palabra, en seis días, conforme al testimonio de las Sagradas Escrituras (Gén. 1:1-31; Heb. 11:3; Sal. 33:6,9).

El Padre, por medio del Hijo y en el poder del Espíritu Santo, trajo al ser el cielo, la tierra, el mar y todo cuanto hay en ellos, para la gloria de su Nombre y para manifestar su sabiduría, bondad y poder (Col. 1:16; Job 26:13; Prov. 3:19-20).

Dios creó a cada criatura según su especie, ordenando el cosmos con propósito, belleza y distinción. El ser humano, varón y hembra, fue creado a imagen y semejanza de Dios, con alma racional, justicia original, dominio delegado sobre la creación, y llamado a la obediencia amorosa y responsable al Creador (Gén. 1:26-28; Gén. 2:7; Ecles. 7:29).

Confesamos que la creación fue originalmente buena en gran manera, y reflejo de la gloria del Creador (Gén. 1:31; Sal. 104:24). Aunque el pecado ha afectado la creación, esta sigue siendo obra de Dios y objeto de su redención futura en Cristo (Rom. 8:19-22; Col. 1:20; Isa. 65:17).

Rechazamos como falsa y destructiva toda cosmovisión naturalista o panteísta que niegue al Creador personal y soberano, así como toda ideología que degrade la dignidad del ser humano como imagen de Dios. También rechazamos todo dualismo que separe lo material de lo espiritual, pues Dios hizo todas las cosas buenas y sujetas a su gobierno (1 Tim. 4:4; 1 Cor. 10:26).

Como pueblo del Reino en el mundo hispano, confesamos que la creación no es un accidente ni un caos sin propósito, sino el escenario del pacto de Dios con su pueblo, y el campo donde Cristo reina y redime. Toda la creación gime, esperando la manifestación gloriosa de los hijos de Dios (Rom. 8:19).

Artículo 13 – De la providencia de Dios

Creemos con firmeza que el Dios eterno, sabio y todopoderoso, no ha abandonado su creación a la suerte ni al azar, sino que la sostiene, la gobierna y la dirige soberanamente conforme al consejo eterno de su voluntad, para la gloria de su Nombre y el bien de su pueblo (Heb. 1:3; Sal. 103:19; Prov. 16:9, 33).

Nada ocurre en el cielo ni en la tierra sin que Dios lo haya ordenado o determinado. Ni la lluvia ni la sequía, ni la salud ni la enfermedad, ni la prosperidad ni la prueba, ni la vida ni la muerte escapan de su sabia y justa providencia (Isa. 45:7; Amós 3:6; Mat. 10:29-31).

Dios obra en todas las cosas, incluso en medio del mal, sin ser autor del pecado ni injusto en su proceder. Él gobierna, limita y utiliza incluso las propiedades personales y acciones de los impíos para cumplir sus propósitos justos y santos (Gén. 50:20; Hechos 2:23; Rom. 8:28).

Esta santa providencia no anula la responsabilidad humana ni destruye las propiedades secundarias de las criaturas, sino que la establece en su justo lugar dentro del plan soberano de Dios, que gobierna sin violencia ni arbitrariedad, sino con sabiduría, justicia y misericordia (Hechos 17:26-28; Isa. 10:5-15).

Rechazamos toda visión deísta, que representa a Dios como un Creador ausente; también todo fatalismo, que niega el carácter paternal y sabio de su gobierno; y todo humanismo soberbio que exalta al hombre como amo de su destino.

Confesamos que esta doctrina es para nosotros fuente de inefable consuelo, pues sabemos que nada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús, nuestro Señor (Rom. 8:38-39). En la providencia aprendemos a ser pacientes en la adversidad, agradecidos en la prosperidad, y confiados en todo momento, sabiendo que nuestro Padre celestial vela sobre nosotros y obra para su gloria y nuestro bien eterno (Mat. 6:25-34; Fil. 4:6-7).

Como comunidad reformada hispana, proclamamos que Cristo reina ahora, y que todo está siendo sujetado bajo sus pies, hasta que Él venga en gloria y restaure todas las cosas en la nueva creación (1 Cor. 15:25; Col. 1:17-20).

Artículo 14 – De la creación y caída del hombre

Creemos que Dios creó al ser humano, varón y hembra, conforme a su imagen y semejanza, en verdadera justicia, santidad y conocimiento, capaz de conocer, amar y servir a su Creador con gozo, y de vivir en comunión con Él y con la creación como su mayordomo y representante en la tierra (Gén. 1:26-28; Gén. 2:7; Ecles. 7:29; Efes. 4:24).

Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida, dándole una alma inmortal, racional y moral. Lo colocó en el huerto de Edén como sacerdote y rey, bajo un pacto de Dominio, con la orden de guardar y obedecer su Palabra, simbolizada en el árbol de la ciencia del bien y del mal (Gén. 2:15-17; Oseas 6:7).

Pero el hombre, por sugestión del diablo y por su propia voluntad, desobedeció a Dios, quebrantó el pacto, y cayó en pecado. En ese acto, distorcionó la imagen moral de Dios, corrompió su naturaleza, se hizo culpable delante del Creador y trajo muerte sobre sí y sobre toda su descendencia (Gén. 3:1-19; Rom. 5:12-19; Efes. 2:1-3).

Desde entonces, todos los hombres son concebidos y nacen en pecado, esclavos de su corrupción, inclinados al mal, y enemigos de Dios por naturaleza, incapaces de hacer bien alguno que agrade a Dios, a menos que sean regenerados por el Espíritu Santo (Sal. 51:5; Juan 3:5-6; Rom. 3:10-18; Efes. 2:1-5).

Rechazamos, por tanto, toda doctrina que niegue la gravedad del pecado original, que afirme la bondad innata del ser humano caído, o que reduzca el evangelio a una mera mejora moral. La caída fue real, total, y sus consecuencias afectan todas las facultades del ser humano: su razón, voluntad, afectos, cuerpo y alma.

Sin embargo, confesamos que Dios no abandonó a la humanidad caída, sino que en su infinita misericordia prometió desde ese mismo momento a nuestro Redentor, nacido de mujer, que aplastaría la cabeza de la serpiente y restauraría la imagen de Dios en el hombre, por gracia y por fe (Gén. 3:15; Rom. 5:18-21; Col. 3:10).

Como comunidad reformada hispana, confesamos la realidad de nuestra culpa, pero también la grandeza de la gracia soberana, y vivimos proclamando el poder del Evangelio que transforma al pecador en un embajador del Reino de Cristo (2 Cor. 5:17-21).

Artículo 15 – Del pecado original

Confesamos que por causa de la desobediencia de nuestro primer padre, Adán, el pecado entró en el mundo, y por él, la muerte; y así, el pecado original ha sido transmitido a toda la humanidad, de modo que todos los seres humanos, salvo Cristo, nacen bajo condenación y corrupción (Rom. 5:12-19; Sal. 51:5; Efes. 2:3).

Este pecado original no es solo la ausencia del bien, sino una perversión real y profunda de la naturaleza humana, que afecta todas nuestras facultades: entendimiento entenebrecido, voluntad esclavizada, afectos desviados, y conciencia cauterizada (Jer. 17:9; Rom. 8:7-8; Tito 1:15).

El pecado original nos hace culpables ante Dios desde el vientre, y nos deja muertos en delitos y pecados, incapaces de volvernos a Él por nuestras propias fuerzas. No es simplemente una imitación del mal, sino una herencia espiritual universal, que produce toda clase de pecados actuales (Gén. 6:5; Isa. 64:6; Juan 6:44).

Rechazamos toda enseñanza que niegue la gravedad o realidad del pecado original, o que lo reduzca a un mal social, ambiental o estructural. Negar el pecado original es negar la justicia de Dios, la necesidad de la cruz, y la gloria de la gracia (1 Juan 1:8-10; Rom. 3:23-24).

Pero también afirmamos con gozo que Cristo Jesús, el segundo Adán, nació sin pecado, por obra del Espíritu Santo, para vencer el pecado en nuestra carne, y darnos una nueva naturaleza por su Espíritu. En Él, el pecado original es perdonado, y la nueva creación es inaugurada (Luc. 1:35; Heb. 4:15; 2 Cor. 5:17).

Como pueblo reformado hispano, proclamamos la seriedad del pecado original, no para desesperar, sino para exaltar la suficiencia de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres, en quien tenemos redención, regeneración y esperanza (1 Tim. 2:5; Efes. 1:7; Rom. 6:4).

IV. Doctrinas sobre Jesucristo (Cristología - El Pacto de gracia).

Artículo 16 – De la elección eterna de Dios

Confesamos que antes de la fundación del mundo, Dios, en su sabio y santo consejo, eligió en Cristo a un pueblo de entre toda la raza humana caída, no por mérito, previsión de fe, ni dignidad alguna en ellos, sino únicamente por su gracia soberana, para la gloria de su Nombre (Efes. 1:4-6; 2 Tim. 1:9; Rom. 9:11-16).

Esta elección es inmutable, libre, eterna y particular, fundada en el amor eterno de Dios, y realizada en la historia por la obra redentora de Jesucristo, el Cordero inmolado desde antes de la creación del mundo (Apoc. 13:8; Juan 6:37-39; 2 Tes. 2:13).

Dios elige, llama, justifica, santifica y glorifica a su pueblo, asegurando que ninguno de los que ha escogido se pierda, sino que todos lleguen al arrepentimiento, a la fe salvadora, y a la perseverancia final en Cristo (Rom. 8:29-30; Juan 10:28-29; Fil. 1:6).

Esta elección no anula la responsabilidad humana, ni contradice la predicación universal del evangelio, pues el mismo Dios que ha decretado los fines ha ordenado también los medios: la predicación, la fe, la oración, el discipulado y la obediencia perseverante en gracia (Hechos 13:48; Rom. 10:14-17; 2 Tim. 2:10).

Rechazamos toda caricatura de esta doctrina que la convierta en causa de orgullo, pasividad o desesperanza. La elección, correctamente entendida, humilla al pecador, glorifica a Dios, y anima al evangelismo con confianza en que su Palabra no volverá vacía (Isa. 55:10-11; 2 Cor. 4:5-6).

También confesamos que el propósito eterno de Dios no es solo salvar individuos, sino formar en Cristo un pueblo nuevo, una familia redimida, un Reino de sacerdotes que vivan para su gloria en todas las naciones (1 Pedro 2:9-10; Apoc. 5:9-10; Tito 2:14).

Por tanto, como comunidad reformada hispana, descansamos en la elección soberana del Padre, nos regocijamos en la redención del Hijo, y caminamos en la obra santificadora del Espíritu, sabiendo que hemos sido escogidos no por obras, sino para buenas obras preparadas de antemano (Efes. 2:10; Col. 3:12-17).

Artículo 17 – De la restauración del hombre caído

Confesamos con gozo que el Dios santo y justo, aunque con razón pudo haber abandonado al hombre en su culpa y miseria, se manifestó desde el principio como un Dios de misericordia, comprometido con la redención de su criatura caída (Gén. 3:15; Sal. 130:3-4; Jonás 4:2).

En su infinita compasión y fidelidad a su pacto eterno, Dios prometió al Salvador, nacido de mujer, que vencería al diablo, quebraría el poder del pecado, y restauraría al hombre a la comunión con su Creador (Gén. 3:15; Isa. 9:6-7; Luc. 1:68-74).

Este Redentor prometido es Jesucristo, el Hijo eterno de Dios, hecho carne, quien vino en el cumplimiento del tiempo, no para condenar, sino para salvar lo que se había perdido, trayendo perdón, vida y reconciliación mediante su obediencia, su muerte y su resurrección (Juan 3:16-17; Rom. 5:19; 2 Cor. 5:18-19).

Dios no solo ha hecho provisión para el perdón del hombre, sino que por medio de su Espíritu Santo regenera, llama eficazmente, justifica, adopta, santifica y glorifica a su pueblo, restaurando en ellos la imagen divina que el pecado había deformado (Tito 3:5; Rom. 8:28-30; Efes. 4:24).

Rechazamos toda visión de redención que ignore la necesidad de una obra sobrenatural de Dios en el corazón del hombre, o que reduzca la salvación a una mejora moral o social. Solo Cristo puede reconciliar al hombre con Dios, y solo el Espíritu puede renovar al hombre interior (Juan 6:44; Jer. 31:33; 2 Cor. 4:6).

Esta promesa de restauración ha sido proclamada desde antiguo, desde Adán, pasando por Noé, Abraham, Moisés, David y los profetas, y se ha cumplido plenamente en Jesucristo, el Rey del Reino eterno (Luc. 24:27; Heb. 1:1-2; 1 Cor. 15:22).

Como comunidad reformada hispana, vivimos como testigos de esa restauración, sabiendo que hemos sido redimidos para ser hechos nuevas criaturas, instrumentos de reconciliación, y colaboradores en la renovación de todas las cosas bajo el señorío de Cristo (2 Cor. 5:17-20; Col. 1:20; Apoc. 21:5).

Artículo 18 – De la encarnación del Verbo de Dios

Creemos y confesamos que, para cumplir el propósito eterno de redención, el Hijo eterno de Dios, siendo de la misma esencia del Padre, verdadero Dios por naturaleza, se hizo verdadero hombre sin dejar de ser Dios (Juan 1:1,14; Fil. 2:6-8; Heb. 2:14-17).

Fue concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de la virgen María, no por voluntad humana ni por generación ordinaria, sino de manera milagrosa, santa y sin pecado. Así, asumió una verdadera naturaleza humana con alma racional, cuerpo verdadero, afectos santos y voluntad humana, en unión perfecta con su naturaleza divina (Luc. 1:35; Mat. 1:18-25; Heb. 4:15).

El Verbo no dejó su divinidad al encarnarse, sino que permaneció siempre el Hijo eterno, mientras asumía nuestra humanidad. En una sola persona, subsisten dos naturalezas —divina y humana— sin confusión, sin mezcla, sin división y sin separación, tal como fue definido en el Concilio de Calcedonia (451 d.C.).

Esta unión hipostática es el fundamento de nuestra salvación, pues sólo Aquel que es Dios puede vencer el pecado, y sólo Aquel que es hombre puede representarnos y morir por nosotros. Jesucristo es, pues, nuestro Mediador perfecto, el único capaz de reconciliar a Dios con los hombres (1 Tim. 2:5; Heb. 7:25-26; Col. 2:9).

Rechazamos todas las herejías antiguas y modernas que nieguen cualquiera de sus naturalezas, o que confundan la humanidad con la divinidad. Rechazamos el docetismo, el arrianismo, el nestorianismo y el eutiquianismo, así como todo intento contemporáneo de reducir a Jesús a mero profeta, maestro o símbolo espiritual.

Confesamos con toda la Iglesia universal que Jesucristo es Dios verdadero y hombre verdadero, nacido para llevar nuestros pecados, cumplir toda justicia, obedecer en nuestro lugar, y revelar plenamente al Padre (Juan 14:9; Isa. 53:5; Rom. 5:18-19).

Como comunidad reformada hispana, nos postramos ante el misterio de la encarnación, y proclamamos a Cristo no solo como Salvador, sino como el Rey encarnado que ha venido a restaurar todas las cosas, a hacer nuevas todas las culturas, pueblos y naciones por medio de su Reino (Isa. 9:6-7; Apoc. 11:15).

Artículo 19 – De la unión y distinción de las dos naturalezas en Cristo

Confesamos que en la única persona de nuestro Señor Jesucristo se unen dos naturalezas verdaderas y completas: la divina y la humana, sin que una absorba o modifique a la otra. Esta unión es real, permanente, e inseparable desde la concepción virginal hasta la eternidad (Juan 1:14; Col. 2:9; Heb. 13:8).

La naturaleza divina es eterna, infinita, omnisciente, omnipotente e inmutable, compartida plenamente con el Padre y el Espíritu Santo. La naturaleza humana es creada, finita, capaz de padecer, crecer y aprender, como fue evidente en su nacimiento, hambre, sed, sufrimiento, muerte y resurrección (Luc. 2:52; Mat. 4:2; Juan 19:28; Heb. 2:10).

Estas dos naturalezas no están confundidas ni mezcladas, como si produjeran una tercera sustancia; ni están separadas ni divididas, como si Cristo fuera dos personas. Más bien, están unidas en una sola persona divina, el Verbo eterno, el Hijo de Dios, quien verdaderamente vivió y murió en la carne (Calcedonia, 451; Juan 1:14; Rom. 1:3-4).

Por esta unión, Cristo puede ser llamado con verdad tanto Dios como hombre, y lo que se dice de una naturaleza puede atribuirse con propiedad a la persona entera. Así, confesamos que Dios compró a su Iglesia con su propia sangre (Hechos 20:28), y que el Hijo eterno fue crucificado según la carne (1 Cor. 2:8).

Rechazamos toda enseñanza que divida a Cristo en dos sujetos, o que le atribuya a su humanidad lo que sólo puede ser dicho de su divinidad y viceversa, de manera impropia o confusa. La ortodoxia exige afirmar al mismo Cristo como verdadero Dios y verdadero hombre en una sola persona gloriosa (1 Tim. 3:16; Heb. 1:3; Heb. 2:14).

Esta unión de naturalezas es causa de nuestra redención y de nuestra esperanza, pues en Cristo Dios se ha acercado al hombre, y el hombre ha sido exaltado en unión con Dios. En Él está la plenitud de la gracia, la intercesión perpetua y la perfecta identificación con su pueblo (Heb. 4:15-16; Heb. 7:24-25; 2 Cor. 5:21).

Como comunidad reformada hispana, confesamos a Cristo como nuestro Mediador perfecto, cuya divinidad nos asegura su poder, y cuya humanidad nos garantiza su compasión. Su persona gloriosa es el fundamento de nuestra fe, el centro de nuestra adoración y el Rey encarnado de nuestro Reino.

Artículo 20 – Del propósito redentor de la encarnación y obediencia de Cristo

Creemos y confesamos que Dios, en su justicia perfecta, no dejó sin castigo el pecado del hombre, pero tampoco lo destruyó sin esperanza. En su infinita misericordia y fidelidad a su pacto, proveyó desde la eternidad la única solución posible: la encarnación de su Hijo unigénito como nuestro Redentor (Gén. 3:15; Isa. 53:5-6; Juan 3:16; 2 Tim. 1:9).

El propósito de esta encarnación fue revelar el plan de Dios, al redimir al hombre caído, satisfaciendo plenamente la justicia divina mediante la obediencia activa y pasiva del Hijo, quien vivió sin pecado bajo la ley, y murió en lugar de los culpables (Mat. 5:17; Rom. 5:19; Gál. 4:4-5; Heb. 2:17).

Cristo asumió nuestra carne no para condenarla, sino para llevar en ella la maldición del pecado, obedecer perfectamente al Padre en nuestro lugar, y hacernos justos por su justicia imputada (Isa. 53:11; 2 Cor. 5:21; Rom. 3:21-26). Su vida, muerte, resurrección y ascensión fueron una sola obra redentora, conforme al plan eterno de Dios.

Rechazamos toda doctrina que reduzca la encarnación a mero ejemplo moral, inspiración espiritual o instrumento de reforma social. Cristo vino a salvar lo que se había perdido, a satisfacer la ira de Dios y reconciliar por su sangre al cielo y a la tierra (Luc. 19:10; Rom. 3:25; Col. 1:20).

Su obediencia fue perfecta y suficiente, pues cumplió toda la ley por nosotros, y su sacrificio fue único, irrepetible y eficaz para siempre. No hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres en que podamos ser salvos (Hechos 4:12; Heb. 10:10-14).

Como comunidad reformada hispana, proclamamos que Cristo no solo murió por nosotros, sino que vivió por nosotros, y que toda su obra obedece al propósito eterno del Padre: redimir un pueblo santo, restaurado, obediente y dispuesto para todo buen Reino (Tit. 2:14; Efes. 1:4-7).

Artículo 21 – De la satisfacción de Cristo por nuestros pecados

Creemos y confesamos que Jesucristo, nuestro gran Sumo Sacerdote, se ofreció a sí mismo voluntariamente por nosotros al Padre, siendo inmolado en la cruz como sacrificio perfecto, suficiente y eterno, para quitar nuestros pecados, aplacar la justa ira de Dios y reconciliarnos con Él (Heb. 9:11-14; Isa. 53:4-6,10; 2 Cor. 5:21).

Él cargó con la maldición que merecíamos, obedeció donde nosotros desobedecimos, y pagó el precio que nosotros no podíamos pagar. Fue contado entre los transgresores, sin ser culpable, y recibió sobre sí el castigo de nuestro pecado, haciendo plena satisfacción a la justicia divina (Gál. 3:13; Rom. 3:24-26; 1 Pedro 2:24).

Este sacrificio no fue ni simbólico ni incompleto, sino un acto real y eficaz, aceptado por el Padre como expiación definitiva. En la cruz, Cristo venció al pecado, destruyó el poder de la muerte, y desarmó a los principados y potestades, asegurando así la redención eterna de su pueblo (Col. 2:13-15; Heb. 10:10-14; Apoc. 1:5).

Rechazamos con firmeza cualquier idea que degrade o niegue la sustitución penal de Cristo, o que reduzca su cruz a un ejemplo emocional sin eficacia objetiva. La cruz no solo nos muestra el amor de Dios, sino que satisface su justicia, y constituye la base inquebrantable del perdón (1 Juan 1:7-9; Rom. 5:8-9).

No hay otra satisfacción que buscar, ni otros méritos que añadir. Toda obra humana, penitencia o mérito queda anulada por la suficiencia absoluta del Cordero inmolado. La salvación es por gracia, mediante la fe, en Cristo solamente (Efes. 2:8-9; Heb. 1:3).

Como comunidad reformada hispana, vivimos bajo la cruz de Cristo como pueblo redimido, sabiendo que hemos sido comprados con sangre, justificados por gracia, y enviados a proclamar la muerte del Señor hasta que Él venga, llevando esta esperanza a todas las naciones (1 Cor. 1:23; 1 Cor. 11:26; Apoc. 5:9).

V. Doctrinas sobre la salvación del ser humano (Soteriología).

Artículo 22 – De la fe en Jesucristo para la justificación

Creemos y confesamos que para recibir los beneficios de la obra redentora de Cristo, Dios concede al pecador el don precioso de la fe salvadora, por medio de la cual se une a Cristo y recibe todo lo necesario para la vida y la piedad (Juan 1:12; Rom. 3:28; Fil. 1:29; Efes. 2:8-9).

Esta fe no es obra humana ni decisión autónoma, sino fruto del nuevo nacimiento producido por el Espíritu Santo, quien ilumina el entendimiento, regenera el corazón, y mueve la voluntad para confiar solamente en Cristo, descansando en su justicia perfecta (Juan 3:5-6; Rom. 10:17; Tit. 3:5).

Mediante esta fe, el creyente se apropia de Cristo como su justicia, su vida y su paz. No nos justificamos por la calidad de nuestra fe, ni por la fidelidad de nuestra entrega, sino solo por la obra terminada de Cristo, imputada a nosotros y recibida por la fe sola (Rom. 4:5; Gál. 2:16; 2 Cor. 5:21).

Rechazamos toda enseñanza que añada obras humanas, méritos sacramentales o penitencias al acto de justificación. La fe misma no es la causa de nuestra justificación, sino el instrumento que nos une al único que puede justificarnos: Jesucristo, nuestro sustituto y mediador (Gál. 3:11; Rom. 5:1; Heb. 12:2).

Esta fe verdadera siempre produce frutos de obediencia, gratitud y renovación de vida, no como causa de salvación, sino como evidencia de que ha sido obrada por Dios y es viva en Cristo (Sant. 2:17-18; Efes. 2:10; Gál. 5:6).

Como comunidad reformada hispana, proclamamos con valentía que el justo vivirá por la fe, y que esta fe no es en general una creencia religiosa vana, sino un conocimiento y un asentimiento que produce una confianza viva y exclusiva en Cristo crucificado y resucitado, fundamento firme en medio de culturas inestables, religiones confusas y obras muertas (Hab. 2:4; Rom. 1:17; Heb. 11:6; Hech. 28:24).

Artículo 23 – De la justificación por la imputación de la justicia de Cristo

Creemos y confesamos que nuestra justificación delante de Dios es únicamente por gracia, mediante la fe, y por causa de Cristo. No somos justificados por obras, méritos, virtudes ni disposición interna alguna, sino por la perfecta obediencia y el sacrificio de Cristo, que nos es imputado como justicia (Rom. 3:24-28; Rom. 4:5-6; Fil. 3:9).

Esta justicia de Cristo incluye tanto su obediencia activa a la ley como su obediencia pasiva en la cruz, ambas necesarias para satisfacer las exigencias de la justicia divina. Por su vida cumplida y su muerte sustituta, Dios permanece justo y justificador del que tiene fe en Jesús (Rom. 5:18-19; 2 Cor. 5:21; Isa. 53:11).

Al creer en Cristo, no somos justos en nosotros mismos, sino en Él, como nuestro representante delante de Dios. Dios nos ve como justos, no por lo que somos o hacemos, sino por lo que Cristo hizo en nuestro lugar, y esta justicia es contada como nuestra por pura gracia (1 Cor. 1:30-31; Jer. 23:6; Zac. 3:1-5).

Rechazamos toda enseñanza que mezcle la gracia con obras, que condicione el perdón a méritos humanos o que ponga la seguridad de la salvación en el hombre mismo. Toda justicia propia es como trapo de inmundicia delante de Dios, y sólo en Cristo somos aceptos y reconciliados (Isa. 64:6; Gál. 2:16; Heb. 10:14).

Esta doctrina no lleva al libertinaje, sino que produce verdadera libertad, gratitud profunda, paz con Dios y obediencia humilde. Al sabernos justificados sin merecerlo, vivimos para Aquel que murió y resucitó por nosotros, no para ganarnos su favor, sino porque ya lo hemos recibido en Cristo (Rom. 5:1; Gál. 5:1; 2 Cor. 5:14-15).

Como comunidad reformada hispana, confesamos esta doctrina como el corazón del Evangelio, y enseñamos que sólo esta verdad puede sostener la fe, consolar al pecador, reformar la Iglesia y dar gloria exclusiva a Dios (Rom. 11:36; Efes. 1:6; Soli Deo Gloria).

Artículo 24 – De la santificación y las buenas obras

Creemos y confesamos que la verdadera fe en Jesucristo nunca permanece sola, sino que está siempre acompañada de una vida nueva, producida por el Espíritu Santo, en la cual el creyente es renovado conforme a la imagen de Dios, para andar en buenas obras (Efes. 2:10; Tito 2:14; Rom. 6:22).

Estas buenas obras no son causa de nuestra justificación, ni mérito alguno delante de Dios, sino fruto necesario y evidencia real de una fe viva. Por medio de ellas glorificamos a nuestro Padre celestial, edificamos al prójimo, y damos testimonio del Reino de Cristo en el mundo (Mat. 5:16; Sant. 2:17-18; Juan 15:8).

La santificación es obra del mismo Espíritu que nos regeneró y justificó, quien habita en nosotros, nos fortalece contra el pecado, nos mueve a la obediencia, y nos capacita para crecer en amor, humildad, justicia y piedad práctica (Rom. 8:13-14; Gál. 5:16-25; Fil. 2:12-13).

Rechazamos toda doctrina que afirme que la fe verdadera no produce frutos, así como toda enseñanza que haga de las obras una condición para obtener o conservar la gracia de Dios. Las buenas obras son resultado de la unión con Cristo, no una moneda de intercambio ante Dios (Juan 15:5; Col. 3:12-17; Heb. 13:20-21).

Reconocemos también que nuestra santificación es imperfecta en esta vida, y que el pecado aún habita en nosotros, luchando contra el Espíritu. Por eso, dependemos diariamente de la gracia de Dios, del poder del evangelio, y de la intercesión continua de Cristo (Rom. 7:18-25; 1 Juan 1:8-9; Heb. 7:25).

Sin embargo, no negamos que Dios recompense las buenas obras; pero es por Su gracia que Él corona sus propios dones. Además, aunque realicemos buenas obras, no basamos en ellas nuestra salvación pues descansamos solamente en los méritos de la pasión y muerte de nuestro Salvador (1 Cor. 10:31; 2 Cor. 5:9; Col. 3:17).

Como comunidad reformada hispana, afirmamos que la santidad no es opcional a la salvación, sino el reflejo del Reino en nuestras vidas. En Cristo hemos sido liberados del pecado, no para vivir como queramos, sino para vivir como Él vivió, en obediencia amorosa y testimonio fiel en todas las esferas de la vida (1 Pedro 1:14-16; Rom. 12:1-2; Mat. 28:20).

Artículo 25 – Del cumplimiento de la ley ceremonial en Cristo

Creemos y confesamos que todas las figuras, símbolos y ordenanzas ceremoniales de la ley mosaica —sacrificios, fiestas, purificaciones, alimentos, y demás preceptos rituales— fueron sombras temporales y pedagógicas que señalaban hacia Jesucristo, el cumplimiento perfecto y sustancial de todo el sistema tipológico del Antiguo Testamento (Heb. 10:1; Col. 2:16-17; Gál. 3:24).

Estas ceremonias fueron dadas por Dios como parte de su revelación progresiva, para instruir al pueblo en la necesidad de purificación, mediación, sacrificio y santidad, preparando así el camino del Mesías, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Éx. 12; Lev. 16; Isa. 53; Juan 1:29).

Pero ahora que Cristo ha venido en la carne, y ha ofrecido un solo sacrificio eficaz y eterno, las sombras han cesado, el velo ha sido rasgado, y el culto ceremonial ha quedado abolido en cuanto a su obligación, siendo cumplido y superado en el nuevo y vivo camino abierto por Cristo (Heb. 8:13; Heb. 9:9-12; Heb. 10:14-20).

Esto no significa que la ley de Dios haya sido abolida en cuanto a su sustancia moral, pues la ley moral permanece como norma de santidad, justicia y piedad, escrita ahora en los corazones del nuevo pueblo de Dios (Mat. 5:17; Jer. 31:33; Rom. 3:31).

Rechazamos cualquier intento de volver a imponer las ceremonias mosaicas como necesarias para la vida cristiana, como si el sacrificio de Cristo fuera insuficiente o como si la Iglesia debiera judaizarse para ser más espiritual (Gál. 5:1-6; Col. 2:20-23; Heb. 13:9-10).

Confesamos que ahora vivimos en la libertad del Espíritu, bajo el nuevo pacto, adorando en espíritu y en verdad, y celebrando la plenitud de la redención en Cristo resucitado, nuestro Sumo Sacerdote eterno y Rey glorificado (Juan 4:23-24; Rom. 8:2; Heb. 7:24-28).

Como comunidad reformada hispana, celebramos con gratitud la unidad de toda la Escritura y la centralidad de Cristo en toda ella, y enseñamos a discernir entre lo que fue figura para Israel y lo que permanece para la Iglesia en todas las naciones bajo el Reino de Dios.

Artículo 26 – De la única intercesión de Cristo

Creemos y confesamos que Jesucristo es nuestro único Mediador y Abogado ante Dios, tanto en su obra de redención como en su intercesión continua. Ningún otro ser humano o celestial puede ocupar ese lugar, ni es necesario, porque Cristo intercede eficazmente por su pueblo ante el trono de gracia, como Sumo Sacerdote eterno según el orden de Melquisedec (1 Tim. 2:5; Heb. 7:24-25; Rom. 8:34).

Él, habiendo ofrecido su propio cuerpo en sacrificio una sola vez en la cruz, ha satisfecho plenamente la justicia del Padre, y ahora, glorificado, intercede continuamente por nosotros con compasión, poder y fidelidad, presentando su sangre derramada como garantía eterna de nuestra reconciliación (Heb. 9:24-26; 1 Juan 2:1-2).

No necesitamos otro intercesor, ni en el cielo ni en la tierra, ni a los ángeles, ni a los santos, ni a María (no obstante la honramos como vaso escogido por Dios para ser la madre de nuestro Señor, Lucas 1:43), pues solo Cristo mismo nos concede libre acceso al Padre, y su mediación es perfecta, sin defecto, y permanente (Heb. 4:14-16; Juan 14:6; Efes. 2:18).

Rechazamos como injuria a la suficiencia de Cristo toda invocación a otros mediadores, así como toda devoción o práctica religiosa que reemplace, oscurezca o compita con su intercesión única. Cristo no necesita ayuda para salvar ni apoyo para escuchar (Col. 2:18; Apoc. 5:9-10).

Confesamos que en Cristo tenemos un Mediador compasivo que conoce nuestras debilidades, porque fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Por eso, no tememos acercarnos con confianza al trono de la gracia, sabiendo que seremos escuchados y socorridos (Heb. 2:17-18; Heb. 4:15-16).

Como comunidad reformada hispana, honramos a Cristo exaltando su nombre sobre todo nombre, y enseñamos a acudir solamente a Él en toda necesidad, tribulación y oración. Solo en Cristo encontramos acceso, comunión y paz con el Padre, y por medio de su intercesión, nuestras oraciones son aceptas, nuestra causa es defendida, y nuestro corazón es consolado (Juan 16:23-27; Efes. 3:12; Rom. 5:1-2).

VI. Doctrinas sobre la iglesia (Eclesiología).

Artículo 27 – De la Iglesia católica y universal

Creemos y confesamos que la Iglesia verdadera es católica, esto es, universal, porque abarca a los escogidos de Dios de todos los tiempos, lugares, pueblos y lenguas, unidos por una misma fe en Jesucristo, bajo un solo Señor, con un solo Espíritu y un solo bautismo (Efes. 4:4-6; Apoc. 7:9; Gál. 3:28).

Esta Iglesia no es una invención humana, sino una obra del Dios trino, fundada desde antes de la fundación del mundo, comprada con la sangre de Cristo, y llamada eficazmente por el Espíritu Santo mediante la predicación del Evangelio (Efes. 1:4; Hechos 20:28; 1 Tes. 1:4-5).

No se limita a ninguna denominación, nación, cultura ni institución visible, aunque se manifiesta visiblemente en congregaciones locales fieles a la Palabra y al orden de Cristo. La verdadera Iglesia está donde Cristo es predicado fielmente, los sacramentos son administrados conforme a su institución, y se ejerce la disciplina en amor (Hechos 2:42; Mat. 28:19-20; 1 Cor. 5:6-13).

Rechazamos la idea de que la Iglesia verdadera dependa de una jerarquía visible o sucesión apostólica exterior. También negamos que pertenecer visiblemente a una institución garantice la salvación, pues no todos los que están en la Iglesia visible pertenecen realmente al cuerpo espiritual de Cristo (Rom. 9:6; Mat. 7:21-23; 1 Juan 2:19).

La Iglesia verdadera es santa, no por sí misma, sino porque ha sido santificada por la sangre de Cristo y purificada por el Espíritu. Aunque aún imperfecta en su peregrinación terrenal, está siendo conformada a la imagen de su Señor y será glorificada en su regreso (Efes. 5:25-27; Heb. 12:23; Rom. 8:30).

Como comunidad reformada hispana, afirmamos nuestra unidad con todos los verdaderos creyentes de toda tribu y lengua, y trabajamos para edificar la Iglesia del Reino de Dios en nuestras naciones, sujetándonos a Cristo como cabeza y proclamando que fuera de Él no hay vida ni salvación (Col. 1:18; Juan 10:16; Hechos 4:12).

Artículo 28 – De la necesidad de unirse a la Iglesia verdadera

Creemos y confesamos que, así como no hay salvación fuera de Cristo, tampoco hay crecimiento espiritual ni comunión con Dios fuera del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia verdadera. Por tanto, todo aquel que ha sido llamado a la vida en Cristo, tiene el deber sagrado y gozoso de unirse a la Iglesia visible, perseverar en ella y participar activamente de su vida y misión (Hechos 2:41-42; Heb. 10:24-25; 1 Cor. 12:13-27).

Este deber no es opcional ni relativo, pues Dios no salva a individuos aislados, sino a un pueblo, una comunidad redimida, reunida en torno a la Palabra, los sacramentos y la disciplina piadosa, bajo el señorío de Cristo (1 Pedro 2:9-10; Efes. 2:19-22).

Quien rehúsa deliberadamente unirse a la Iglesia verdadera, o se aparta de su comunión, contradice la voluntad de Dios, desprecia a la comunidad de los santos y pone en peligro su alma, a menos que sea por causa legítima de persecución, disciplina injusta o ausencia de congregación fiel (1 Juan 2:19; 1 Cor. 5:1-5; Prov. 18:1).

Reconocemos que no toda congregación que se llame iglesia lo es verdaderamente. Por tanto, los creyentes deben discernir cuidadosamente dónde se predica el Evangelio puro, se administran los sacramentos conforme a la Palabra, y se practica la disciplina espiritual. A esta Iglesia deben unirse, aun con sacrificio personal, y no a estructuras corruptas o apóstatas (Gál. 1:8-9; Apoc. 18:4; Mat. 18:15-17).

La comunión con la Iglesia no es solo institucional, sino espiritual, orgánica y misionera. Participar en la Iglesia es participar del cuerpo de Cristo: sufrir con los que sufren, alegrarse con los que se alegran, y colaborar en la extensión del Reino en cada esfera de la vida (Rom. 12:4-5; 1 Cor. 12:25-27; Mat. 28:18-20).

Como comunidad reformada hispana, llamamos a nuestros hermanos a no vivir su fe de forma individualista ni consumista, sino a comprometerse activamente con una congregación fiel, amando, sirviendo, dando, sujetándose y perseverando con paciencia como parte de la esposa que Cristo santifica para sí (Efes. 5:25-27; Heb. 13:17; Sal. 133:1).

Artículo 29 – De las marcas de la Iglesia verdadera y falsa

Creemos y confesamos que la Iglesia verdadera puede ser conocida por medio de marcas claras y bíblicas, las cuales nos permiten discernir dónde se manifiesta verdaderamente el cuerpo de Cristo, y dónde hay desviación o apostasía.

Estas tres marcas esenciales son:

  1. La predicación pura del Evangelio, conforme a la Escritura, exaltando a Cristo como único Salvador y Señor, proclamando la gracia soberana, el arrepentimiento, la fe, la justificación y la santificación conforme a la verdad apostólica (Gál. 1:8-9; Rom. 1:16-17; 1 Cor. 15:1-4).

  2. La administración fiel de los sacramentos instituidos por Cristo, a saber: el santo bautismo y la santa cena del Señor, conforme a su mandato, como signos visibles de la gracia, no como medios mecánicos ni rituales supersticiosos (Mat. 28:19; 1 Cor. 11:23-26; Hechos 2:38-42).

  3. La práctica de la disciplina eclesiástica, con celo santo, humildad pastoral y fidelidad a la Palabra, para corregir el pecado, guardar la santidad de la comunión, restaurar al caído y proteger a la Iglesia del escándalo y la corrupción (Mat. 18:15-17; 1 Cor. 5:1-13; Heb. 12:6-11).

Donde estas marcas se encuentran presentes, aunque con imperfección humana, allí está la verdadera Iglesia de Cristo. Donde son ausentes, adulteradas o negadas, allí hay iglesia falsa, por más que tenga nombres, templos o multitudes (Apoc. 2:4-5; Isa. 1:10-17; Jer. 7:4).

Reconocemos que aún en la verdadera Iglesia hay hipocresía, debilidad, error y lucha contra el pecado, pero esto no la hace falsa, siempre que no se nieguen los fundamentos del evangelio ni se rechace la corrección conforme a la Palabra (Mat. 13:24-30; 2 Tim. 2:19).

Rechazamos toda unión con iglesias falsas que enseñan otro evangelio, practican idolatría, o niegan la autoridad de Cristo. Al mismo tiempo, reconocemos como hermanos a todos los que de corazón confiesan a Cristo y caminan conforme a su Palabra, aunque estén en diferentes expresiones visibles de la Iglesia universal (Juan 10:16; Rom. 16:17; 2 Cor. 6:14-18).

Como comunidad reformada hispana, nos comprometemos a permanecer fieles en la comunión de la Iglesia verdadera, luchando por su pureza, participando de sus medios de gracia, sometiéndonos a sus pastores piadosos, y sirviendo con alegría en la edificación del cuerpo de Cristo en nuestra generación (Efes. 4:11-16; Heb. 10:24-25; 1 Tes. 5:12-13).

Artículo 30 – Del gobierno eclesiástico conforme a Cristo

Creemos y confesamos que nuestro Señor Jesucristo, como Rey y Cabeza de la Iglesia, ha establecido en su Palabra un orden de gobierno eclesiástico para la edificación, la unidad y la santidad de su cuerpo. Este gobierno no es humano ni político, sino espiritual y bíblico, y debe ejercerse conforme a los mandatos del Señor (Col. 1:18; Efes. 4:11-13; 1 Tim. 3:15).

Cristo ha establecido ministros, pastores (presbíteros) y diáconos, con funciones claras, bajo la autoridad de la Palabra, no para dominar, sino para servir y cuidar al rebaño, vigilando por las almas como quienes han de dar cuenta (1 Tim. 3:1-13; Tito 1:5-9; Heb. 13:17; 1 Pedro 5:1-4).

  • Los ministros de la Palabra tienen como deber predicar el Evangelio fielmente, administrar los sacramentos, guiar en oración y doctrina, y velar por la pureza del culto y la vida de la congregación.

  • Los ancianos o pastores deben gobernar con sabiduría espiritual, exhortar, corregir y consolar al pueblo, ejerciendo la disciplina con justicia y mansedumbre.

  • Los diáconos han sido establecidos para atender las necesidades materiales y de misericordia dentro del cuerpo, administrando con fidelidad los recursos y sirviendo con compasión a los necesitados.

Este orden de gobierno no fue dejado a la voluntad de los hombres ni a las costumbres culturales, sino que está normado por la Escritura, y debe practicarse en cada congregación con fidelidad, oración y sujeción a Cristo (1 Cor. 14:40; Hechos 14:23; 1 Tim. 5:17).

Rechazamos toda forma de autoridad clerical que usurpe el lugar de Cristo, así como toda anarquía espiritual que rechace la autoridad pastoral legítima. El gobierno de la Iglesia no es jerarquía despótica, ni tampoco asamblea sin cabeza, sino una comunidad gobernada por siervos fieles que rinden cuentas a Cristo (Mat. 20:25-28; 1 Tes. 5:12-13; Apoc. 2–3).

El buen gobierno eclesiástico promueve la sana doctrina, protege contra el error, restaura al caído, y fomenta la paz y la edificación del cuerpo. No es un fin en sí mismo, sino un medio para que la Iglesia cumpla su misión bajo el señorío de Cristo (Efes. 4:11-16; Rom. 12:4-8; 1 Cor. 12:27-28).

Como comunidad reformada hispana, afirmamos la necesidad de una Iglesia bien gobernada, conforme a Cristo y no al espíritu del siglo, y oramos para que el Señor levante pastores fieles, ancianos sabios y diáconos misericordiosos que sirvan con temor de Dios en cada rincón de nuestra tierra.

Artículo 31 – Del llamado legítimo y la elección de los ministros

Creemos y confesamos que nadie debe tomar para sí mismo el cargo de ministro de la Palabra, pastor, anciano o diácono, sin haber sido llamado legítimamente por Dios y reconocido por la Iglesia. El ministerio no es una vocación humana o una ambición personal, sino un llamado santo y regulado por la Palabra de Dios (Heb. 5:4; Jer. 1:5; Hechos 20:28).

Este llamado se da por medio del Espíritu Santo, y se confirma externamente por la comunidad de creyentes, mediante la oración, el discernimiento y la imposición de manos, conforme al patrón apostólico. Los ministros deben ser elegidos según los requisitos bíblicos de carácter, doctrina y aptitud, no por favoritismo, riqueza, carisma o popularidad (1 Tim. 3:1-13; Tito 1:5-9; Hechos 6:1-6).

A quienes han sido así llamados y ordenados al oficio sagrado, la comunidad cristiana debe reconocer, honrar, sostener y sujetarse, no por causa de su persona, sino por la autoridad de Cristo a quien representan, mientras perseveren fieles a la Palabra (Heb. 13:17; 1 Tes. 5:12-13; 1 Cor. 4:1).

Rechazamos toda forma de autoordenación, usurpación de oficio, o ejercicio del ministerio sin vocación ni aprobación de la Iglesia, pues esto es desorden, confusión y desprecio del cuerpo de Cristo (3 Juan 9-10; Jer. 23:21; Núm. 16).

También afirmamos que el mismo Señor provee a su Iglesia de ministros según su voluntad soberana, y que la comunidad local no debe buscar conforme a criterios carnales, sino en oración y dependencia del Espíritu Santo, hombres piadosos, competentes y celosos por el Reino (Mat. 9:37-38; Hechos 13:2-3).

Como comunidad reformada hispana, rogamos al Señor de la mies que levante siervos fieles en nuestras tierras, hombres que amen su Palabra, aborrezcan el pecado, y den su vida por las ovejas; y exhortamos a la Iglesia a sostenerlos, examinarlos, y caminar en unidad bajo su fiel pastoreo.

Artículo 32 – Del orden y disciplina en la Iglesia

Creemos y confesamos que, aunque Cristo ha establecido un gobierno espiritual en su Iglesia, no ha regulado en cada detalle todas las formas y procedimientos externos, dejando así a la comunidad de creyentes libertad prudente para establecer orden y estructuras eclesiásticas útiles, siempre que sean conformes a su Palabra y sirvan para la edificación del cuerpo (1 Cor. 14:40; Hechos 6:1-6; 1 Cor. 11:34).

El propósito de todo orden eclesiástico legítimo es preservar la pureza del culto, el buen gobierno, la paz entre los hermanos y la eficacia de la misión. No debe imponerse con rigidez legalista, ni abandonarse por desorden espiritual, sino practicarse con humildad, sabiduría y fidelidad a la Escritura (Rom. 15:5-6; Col. 2:5; 2 Tes. 3:6).

También afirmamos la necesidad y legitimidad de la disciplina eclesiástica, ejercida por los pastores y ancianos conforme a la Palabra, para corregir el pecado público, restaurar al errante, preservar la santidad de la comunidad y proteger la verdad del Evangelio (Mat. 18:15-17; 1 Cor. 5:1-13; Gál. 6:1).

La disciplina no es contraria al amor cristiano, sino expresión del amor de Cristo, quien corrige a los que ama, y no tolera el pecado sin llamado al arrepentimiento. Debe ejercerse con justicia, sin favoritismo, con mansedumbre, y buscando siempre la restauración del caído (Heb. 12:5-11; 2 Tes. 3:14-15; 2 Tim. 2:24-26).

Rechazamos todo desorden, anarquía espiritual o desprecio hacia las autoridades legítimas en la Iglesia, así como toda forma de gobierno autoritario, legalista o abusivo. La Iglesia debe reformarse continuamente, buscando obedecer a su Cabeza, que es Cristo, y mantener el orden conforme a la verdad (Apoc. 2–3; Rom. 16:17-18; Tito 1:10-11).

Como comunidad reformada hispana, valoramos el orden espiritual como reflejo del Reino de Dios, y buscamos vivir en comunión, bajo estructuras piadosas, que promuevan la sana doctrina, el cuidado pastoral, la unidad entre creyentes y la expansión del Evangelio en nuestras tierras.

Artículo 33 – De los sacramentos como signos visibles del pacto

Creemos y confesamos que los sacramentos son señales visibles y divinamente instituidas del pacto de gracia, ordenadas por Dios para confirmar en nosotros las promesas del Evangelio, sellar la justicia que es por la fe, y fortalecer nuestra comunión con Cristo y su Iglesia (Gén. 17:11; Rom. 4:11; Mat. 28:19; 1 Cor. 11:23-26).

Los sacramentos no son meras ceremonias humanas, ni son eficaces por sí mismos o por quien los administra, sino medios ordinarios de gracia, en los cuales Dios obra eficazmente por el Espíritu Santo para edificar la fe de los verdaderos creyentes (Hechos 2:38-39; 1 Cor. 10:16-17; 1 Cor. 12:13).

Son añadidos a la Palabra, no para reemplazarla, sino para representarla y confirmarla visiblemente. Así como la fe viene por el oír, también es fortalecida por el ver, el tocar, y el participar, conforme a la sabiduría pedagógica de Dios que trata con nosotros como criaturas sensibles y corporales (Rom. 10:17; Éx. 12:26-27).

Los sacramentos, bien administrados, declaran la misma promesa del Evangelio: que Dios es nuestro Dios por causa de Cristo, que somos parte de su pueblo, que nuestros pecados han sido perdonados, y que estamos llamados a caminar en novedad de vida (Heb. 8:10; 1 Cor. 6:11; Rom. 6:3-4).

Rechazamos tanto el sacramentalismo supersticioso que atribuye eficacia automática o mágica a los signos, como el racionalismo que los reduce a meros símbolos vacíos. Confesamos que en los sacramentos Cristo mismo se comunica espiritualmente con los suyos, según su promesa (Juan 6:53-56; 1 Cor. 10:16; 2 Cor. 1:21-22).

Como comunidad reformada hispana, recibimos con gozo los sacramentos instituidos por Cristo como bendiciones del nuevo pacto, y los administramos con reverencia, fe y obediencia, no como obras meritorias, sino como señales visibles del amor del Dios trino hacia su Iglesia.

Artículo 34 – Del santo bautismo

Creemos y confesamos que el bautismo es un sacramento santo instituido por nuestro Señor Jesucristo, por el cual somos recibidos en la Iglesia visible de Dios, señalando y sellando la promesa del perdón de los pecados, la regeneración por el Espíritu Santo, y la incorporación al cuerpo de Cristo (Mat. 28:19; Hechos 2:38-39; 1 Cor. 12:13).

El bautismo no regenera por sí mismo, ni actúa como obra mágica, sino que es eficaz como medio de gracia cuando es unido a la fe viva, y representa visiblemente la realidad espiritual de morir al pecado y resucitar con Cristo (Rom. 6:3-4; Col. 2:11-12; Tit. 3:5).

Creemos que el agua del bautismo simboliza la purificación interna realizada por el Espíritu Santo, así como el lavamiento de nuestras culpas por la sangre de Cristo. El acto exterior no salva, pero testifica del pacto de gracia en el cual Dios nos acoge por pura misericordia (Ezeq. 36:25-27; Heb. 10:22; 1 Pedro 3:21).

Por tanto, debe ser administrado una sola vez, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, conforme a la institución de Cristo y por medio de agua (Mat. 28:19; Efes. 4:5; Hechos 8:36-38).

Creemos que el bautismo debe administrarse no sólo a los adultos creyentes que profesan fe en Cristo, sino también a los hijos de creyentes, como en el Antiguo Pacto se señalaban a los hijos con la circuncisión. Estos, siendo parte de la comunidad del pacto, reciben también el sello del mismo, siendo instruidos en la fe y en la confesión cristiana hasta la edad de su discernimiento (Gén. 17:7; Hechos 2:39; Col. 2:11-12; 1 Cor. 7:14).

Rechazamos tanto el rechazo total del bautismo infantil, como la práctica del rebautismo, pues el sello del pacto no debe repetirse. También rechazamos toda visión que convierta el bautismo en simple ceremonia social, o lo desconecte de la fe, del arrepentimiento, y del discipulado cristiano (Heb. 6:1-2; Gál. 3:27; Hechos 16:15,33).

Como comunidad reformada hispana, confesamos que en el bautismo Dios nos asegura visiblemente que pertenecemos a su Reino, no por obra nuestra, sino por gracia, y nos llama a vivir como pueblo santo, bautizados en nombre de Cristo, para caminar en novedad de vida, discipular a las naciones y perseverar en la comunión de su Iglesia (Mat. 28:18-20; Rom. 6:4; Efes. 4:1-6).

Artículo 35 – De la santa cena del Señor

Creemos y confesamos que la santa cena fue instituida por nuestro Señor Jesucristo, la noche en que fue entregado, como sacramento del nuevo pacto, para ser celebrado por su Iglesia hasta su regreso glorioso, en memoria de su sacrificio, como alimento espiritual de los creyentes y vínculo de unidad entre los miembros de su cuerpo (1 Cor. 11:23-26; Luc. 22:19-20; Mat. 26:26-29).

El pan y el vino representan el cuerpo y la sangre de Cristo, dados en la cruz por nosotros, y al recibirlos con fe verdadera, no sólo recordamos su muerte, sino que participamos espiritualmente del Cristo vivo, por la acción del Espíritu Santo, que nos une a Él y nos fortalece en la gracia (1 Cor. 10:16-17; Juan 6:53-57).

Aunque los elementos siguen siendo pan y vino, no son símbolos vacíos, pues Dios, mediante ellos, confirma la promesa del Evangelio a nuestros sentidos: que así como el pan y el vino nutren el cuerpo, así Cristo nutre nuestra alma para vida eterna (Juan 6:35; 2 Cor. 1:20-22; Hechos 2:42).

La presencia de Cristo en la cena es real, pero espiritual, no carnal ni local. Rechazamos, por tanto, la doctrina de la transubstanciación, así como cualquier idea que adore los elementos como si fuesen Cristo mismo. El Señor está presente por su Espíritu, y es recibido solo por los que participan con fe viva (Heb. 9:24-28; Col. 3:1; 1 Cor. 11:27-29).

Este sacramento es para los creyentes bautizados que disciernen el cuerpo de Cristo, se examinan a sí mismos con temor y gozo, y participan con fe, arrepentimiento y amor. No debe administrarse a incrédulos, impíos o indiferentes, ni tomarse a la ligera, pues el que come y bebe indignamente, juicio come y bebe para sí (1 Cor. 11:28-30; Mat. 7:6).

La cena del Señor no es sacrificio repetido, sino memorial eficaz del único sacrificio de Cristo, suficiente para siempre, y medio de gracia para alimentar la fe del pueblo redimido. En ella, el Señor testifica que su cuerpo fue entregado y su sangre derramada por nosotros, y nosotros testificamos nuestra unidad con Él y entre nosotros (Heb. 10:14; Efes. 4:3-6; Apoc. 19:9).

Como comunidad reformada hispana, celebramos la santa cena como acto de adoración, comunión y renovación, y enseñamos a nuestros hijos a acercarse a ella con reverencia, con instrucción fiel, y con corazones preparados, sabiendo que en esta mesa Cristo mismo nos sirve y nos sostiene en su Reino (Luc. 22:28-30; Isa. 25:6-9).

VII. Doctrinas sobre los tiempos finales (Escatología).

Artículo 36 – Del magistrado civil

Creemos y confesamos que el magistrado civil ha sido instituido por Dios para gobernar las naciones con justicia, equidad y temor del Señor. Su tarea es castigar al malhechor, proteger al justo, promover el bien común y mantener el orden y la paz en la sociedad, conforme a los principios de la ley moral de Dios (Rom. 13:1-4; 1 Pedro 2:13-14; Prov. 8:15-16).

El magistrado no es una autoridad autónoma, sino siervo de Dios para bien del pueblo, y por tanto debe reconocer que su poder es delegado, su responsabilidad es espiritual, y su juicio está sujeto al Rey de reyes, Jesucristo, ante quien rendirá cuentas (Sal. 2:10-12; Dan. 4:32-37; Apoc. 1:5).

Su función no es regir la Iglesia, ni administrar los sacramentos, ni determinar doctrina, sino proteger la libertad del culto verdadero, garantizar la justicia, y castigar con equidad el crimen y la violencia. La Iglesia, por su parte, debe orar por los gobernantes, obedecerlos en todo lo que no contradiga la Palabra de Dios, y llamarlos al arrepentimiento cuando actúan en impiedad o tiranía (1 Tim. 2:1-2; Hechos 5:29; Isa. 1:23).

Rechazamos tanto el absolutismo del Estado como el aislamiento sectario. El Estado no debe suplantar el señorío de Cristo ni la autoridad espiritual de la Iglesia, pero tampoco debe gobernar como si Dios no existiera, pues toda autoridad ha sido dada a Cristo en el cielo y en la tierra (Mat. 28:18; Col. 1:16-17; Isa. 33:22).

El magistrado cristiano tiene el deber de gobernar según los principios del Reino, promoviendo leyes justas, defendiendo al débil, y siendo instrumento de misericordia y verdad en la esfera pública. No debe temer confesar a Cristo públicamente, sino reconocerlo como fundamento de toda verdadera justicia (Prov. 16:12; 2 Sam. 23:3-4; Apoc. 21:24-26).

Como comunidad reformada hispana, proclamamos que el señorío de Cristo se extiende sobre los pueblos y gobiernos, y llamamos a nuestros magistrados a rendirse ante su Palabra, promover la justicia según su Ley, y reconocer que feliz la nación cuyo Dios es Jehová (Sal. 33:12; Sal. 72:11; Isa. 9:6-7).

Artículo 37 – De la venida final de Cristo y el juicio eterno

Creemos y confesamos que nuestro Señor Jesucristo, exaltado a la diestra del Padre, vendrá visiblemente, en gloria, poder y majestad, al final del tiempo, para juzgar a los vivos y a los muertos, conforme a su promesa infalible y al testimonio de toda la Escritura (Hechos 1:11; Mat. 25:31-46; Apoc. 1:7).

Esta venida será personal, corporal, repentina e inconfundible. No vendrá ya en humillación, sino en gloria; no como siervo sufriente, sino como Juez soberano y Rey universal. Todos compareceremos ante el tribunal de Cristo, y serán abiertas las obras, las palabras y los pensamientos de cada persona (2 Cor. 5:10; Rom. 14:10-12; Ecles. 12:14).

Los impíos, que no creyeron el Evangelio ni obedecieron al Señor, serán condenados con justicia a la muerte eterna, separados de la presencia de Dios, en castigo consciente y eterno. Esta doctrina no es alegórica ni temporal, sino afirmación solemne de la justicia de Dios (2 Tes. 1:7-9; Apoc. 20:11-15; Mat. 25:46).

Los creyentes verdaderos, escogidos por gracia, redimidos por la sangre de Cristo y regenerados por el Espíritu, serán resucitados en gloria, recibirán su herencia eterna, y habitarán con Dios en la nueva creación, donde no habrá más muerte, dolor ni pecado (1 Tes. 4:16-18; Fil. 3:20-21; Apoc. 21:1-5).

Confesamos con gozo que Cristo vendrá no para destruir el mundo, sino para restaurarlo. La creación será liberada de la corrupción, la justicia llenará la tierra, y Dios será todo en todos. Esta esperanza no paraliza, sino impulsa a la santidad, la obediencia y la misión (Rom. 8:18-23; 2 Pedro 3:10-13; 1 Cor. 15:24-28).

Rechazamos toda enseñanza que niegue el juicio final, o que prometa una segunda oportunidad tras la muerte. Rechazamos también las especulaciones escatológicas que desvían la mirada del Reino presente y distraen de la fidelidad en el ahora (Heb. 9:27-28; Tito 2:11-14; Mat. 24:36-44).

Como comunidad reformada hispana, vivimos a la luz del retorno de Cristo, orando con la Iglesia de todos los siglos: “Amén. Sí, ven, Señor Jesús”, y trabajando en cada esfera de la vida para anunciar que el Reino de este mundo ha venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y Él reinará por los siglos de los siglos (Apoc. 22:20; Apoc. 11:15; 1 Cor. 15:58).